Era una mañana de invierno cualquiera en el cielo. Todo estaba gris, como era normal por esas fechas, y Az estaba tumbada en su cama. Metida en su sueño sin sueño. A Az no le estaba permitido soñar. Se lo prohibieron. Y vosotros, que siempre habéis soñado, que siempre habéis sabido lo que buscáis, que siempre habéis tenido una meta, ¿os imagináis una vida sin sueños? ¿Qué haríais si os los arrebataran? ¿Qué buscaríais? ¿A qué aspiraríais? A nada. Vuestra vida no tendría mucho sentido, ¿o sí?
Estas preguntas se las hacía Az cada mañana, cada día, cada semana, y en definitiva: siempre. Por eso dormía siempre tanto. Prefería encerrarse en su mundo sin sueños que pasar más tiempo aquí, en el mundo que tanto le había quitado. Porque, no siempre habían sido así las cosas. No. Hubo un tiempo en que Az soñaba, en que Az sabía lo que quería. En que Az, no se preocupaba por dormir tanto y vivía más de lo que vive ahora. Pero, claro, tarde o temprano tendría que suceder, que castigaran a Az. ¡Y no es que hubiera hecho nada malo! Ni por asomo. Az era el ser más puro que existía en la tierra. Pero, cometió un fallo. Uno levísimo, pero aún así, ineludible, algo que no podría evitar jamás, algo que no podría remediar en vida: existir.
Esta es la historia de Az, semidiosa, narradora de su historia, vividora de leyendas, contadora de sueños. De los que tuvo al menos.
La historia de como una pequeña existencia podría cambiar todo.
Primero deberíamos dejar claro que, puesto que Az es una semidiosa, en este mundo debería haber Dioses. Cierto, los Dioses existen, demasiado grandes como para que podamos darnos cuenta de su existencia. Pero, estos Dioses no son Dioses falsos, esos que cuentan las historias: inmortales, impasibles, omnipotentes. No, los Dioses existen y tienen gran poder y gran longevidad, pero, no son inmortales. Eso son leyendas que se inventan los humanos. Los Dioses son entes, entes que decidieron unirse a nuestro mundo. Nada más. Los Dioses nacen, se reproducen y mueren. Pero, para ellos un día en horario humano, no es más que un segundo.
No hay gerarquía entre los Dioses, no la necesitaban. Cada uno se ocupaba de sus asuntos. Punto.
No querían tener nada que ver unos con los otros. Nada. Si llegasen a juntarse, y entraban en desacuerdo, ¿qué podría pasar con los pobres mortales? ¿Tenían ellos la culpa? No. Los Dioses debían ignorarse. Esa era la ley. Pero, ¿qué ley acatan los Dioses? La que antaño otros Dioses habían impuesto, por el bien de todos. Pero... ¿Acaso los hombres no rompen leyes? ¿Por qué no iban a poder los Dioses romperlas? Ellos, todopoderosos. La historia, comienza con el primer Dios que se atrevió a romper la ley. Se llamaba Shyn, rey de los cielos. Vulgarmente conocido como Sol.
Era un verde día de primavera, y el Dios Shyn se estaba levantando e iluminando el cielo. Shyn, como todos los dioses, vestía ropas de materiales que no se pueden encontrar en la tierra. Parecía seda eso que llevaba atado al cuello y lino aquello que pendía de su toga, tal vez cuero aquello que le cubría los pies, pero, no, no lo era. Shyn era el Dios del cielo, era vanidoso y fuerte, pero, ¿cómo no serlo si estás destinado a una vida tan larga y tan solo? Aburrido, Shyn miraba a las personas de abajo; allí en la tierra todo parecía más fácil.
-Tontos humanos- Se decía constantemente.
Le hacía gracia la forma en que le acogían los humanos. Era divertido ver las caras que ponían al encontrarse el sol cada mañana. Eso hacía que tuviera un poco más de ganas de empezar de nuevo cada día. Solo un poco. Hoy era el cumpleaños de Shyn, o eso creía, es difícil saber con exactitud cuando has nacido cuando no hay nadie a tu alrededor para contártelo. Shyn quería bajar, muchas veces, deseaba fervientemente el contacto de alguien, cualquiera, incluso, a veces el de los pequeños y tontos humanos que le miraban como si se deslumbraran, y le comparaban con una "bola de luz".
-Tontos, tontos humanos, si comprendieseis lo pequeños y torpes que sois, intentando mirarme y recibiendo a cambio nada más que dolor en los ojos. Deslumbrados.-
Cuando el día acabó, Shyn estaba retirándose a su castillo, dejando que su luz no afectase más a los humanos. Nunca salía de su castillo por la noche. Nunca lo había entendido, pero, su instinto le decía que simplemente no debía hacerlo, nadie le daba el toque de queda. Simplemente, sabía cuando era la hora de irse y se iba.
Cada noche en su castillo era un martirio. Odiaba aquel sitio.
-Una eternidad aquí. Una eternidad perdida.- Como no podía hacer nada más, se tumbó. Esperando a entrar en sus sueños como cada noche escucho algo. Casi parecía que... pero... no, no era posible.
-¿Hola?- Dijo Shyn, por primera vez asustado en su larga vida.- ¿Hay alguien?-
Silencio. Deberían haber sido imaginaciones suyas. Pero, no podía evitar pensar que había oído algo.
Al día siguiente, se levantó a despertar de nuevo a los tontos humanos. Fue un día normal, hasta que llegó casi la hora de partir, cuando ya iba notando el cosquilleo en la espalda que le decía que debía volver, volvió a escuchar algo.
-...Shyn...-
-¿Hola?... Por favor, acércate, ¿dónde estás?- Dijo Shyn, dolorido. Sabiendo que había algo o alguien lo suficientemente cerca como para escucharlo y sin verlo, pero, solo recibió silencio a cambio. Nada. Y entonces Shyn lloró por primera vez.
¿Por qué le hacían esto? ¿Sabían lo difícil que era vivir así? No, nadie le entendía. Estaba solo. Solo.
Pasaron varios siglos, y Shyn casi había olvidado que una vez, estuvo a punto de tener contacto con alguien. Pero, todavía le dolía la herida, al fin y al cabo, solo habían pasado unos pocos siglos, y él no olvidaría el tono de la voz que pronuncio su nombre. Jamás.
Una noche, Shyn volvía a su castillo, solo, como siempre. Todo parecía normal, hasta que, de repente, se volvió a escuchar esa voz, esa voz que había hecho llorar al Dios Sol, aquella voz tan dulce y profunda, que podía compararse con el sonido de las campanas al sonar. Aquella voz, volvió a hablar.
-Shyn... Sal... Fuera...-
Shyn sabía que no podía salir, y... sin embargo... Lo necesitaba, necesitaba hablar con alguien, sentir que no estaba tan solo.
Se dio prisa, salió de su castillo sin vestir, para no llamar la atención de los tontos humanos con sus ropajes brillantes. Y entonces la vio.
-Hola Shyn- Dijo una voz. La voz que Shyn había empezado a llamar "su voz". Pues parecía que estuviese hecha para hacerle sentir escalofríos. Para hacerle sonreír al recordarla. Hacerle sentir menos solitario. Era definitivamente una voz hecha para él.
-Hola... ¿Quién eres? ¿Cómo es que sabes mi nombre y dónde vivo?-
-Soy Catástrofe, Diosa del caos y los sentimientos. Sé tu nombre porque llevo mucho tiempo observándote, y, en realidad, porque ningún nombre se oculta a la mirada de un Dios que observa el tiempo suficiente.
Eso Shyn ya lo sabía, con los humanos le tomaba dos segundos averiguar su nombre, con otros animales, incluso algo menos. Pero, Shyn estaba confundido, el nombre de Catástrofe no se le aparecía como el resto, ¿por qué?
-¿Cuánto tiempo llevas sabiendo mi nombre? - Dijo Shyn
-Desde la primera vez que lo pronuncié hace unos siglos, ¿acaso no recuerdas mi voz, Shyn?
-Sí... claro que la recuerdo, llevo soñando con tu voz desde entonces, Catástrofe.
Por alguna razón, incluso sabiendo que estaba en contra de la ley, Catástrofe hacía sentir algo que Shyn nunca había sentido en toda su vida.
-Oh, dulce Catástrofe...¿Dónde has estado? Incluso ahora que sé que no debería mirarte, que no debería perderme en tu voz, no puedo evitarlo, es como pedirle al mundo que pare su baile frenético y deje de girar. Imposible.
-Shyn... Llevo mucho tiempo queriendo conocerte- Y sonrió. Y Shyn supo que nunca volvería a decir que sus trajes brillaban. Nada brillaba en este mundo. Nada merecía llamarse brillante excepto su sonrisa. La sonrisa de su voz. La sonrisa de Catástrofe.
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